Equinoccio de Otoño

Un tímido tintineo de campana pide silencio a la noche y convoca a los brujos y brujas al akelarre. Todo se calla. Hasta el viento se detiene respetuoso más allá de los árboles. La sacerdotisa deposita la campana sobre el altar, y se dispone a trazar con la espada un círculo en el aire.

En ese momento, el espectador tiene la sensación de encontrarse desplazado a otra época. Es como si uno pudiera, merced a quién sabe qué tipo de prodigio tecnológico, conectar con la memoria más profunda e ignota del género humano.

Nos encontramos en el claro de un bosque. En el centro del lugar, una hoguera altiva saluda a la luna en lo alto del cielo. Los brujos se han dispuesto en círculo alrededor del fuego, como elementos de una gran orquesta que, bajo las indicaciones de la suma sacerdotisa, logra componer una sinfonía en forma de invocación, reclamando la atención de las fuerzas ocultas de la naturaleza.

Una vez más, el grupo tiene la convicción de haber entrado en contacto con los trascendente y con lo inmanente, con lo que está más allá y con lo que se encuentra más acá de la existencia.

"Adiós, oh, Sol, Luz siempre renaciente,
oculto Dios que siempre permaneces,
que ahora partes hacia la Tierra de la Juventud
a través de las Puertas de la Muerte,
para morar en su trono.
Juez de Dioses y hombres,
astado caudillo de las huestes del aire,
aunque está invisible alrededor del Círculo,
así mora dentro de la semilla secreta,
la semilla del grano recién madurado,
la semilla de la carne,
oculta en la tierra,
la maravillosa semilla de las estrellas.
En él está la Vida, y la Vida es la Luz del hombre,
la que nunca nació y nunca muere.
Por tanto, que no lloren los sabios,
antes se regocijen ante ti".

La magia se desvanece con el tintineo final de la campana. El espectador regresa a su época y el viento vuelve a correr entre los árboles. Como ha venido ocurriendo todas las noches del 22 de septiembre, desde que el verano diese paso al otoño, a la espera de un nuevo renacer del sol y de la esperanza.